LA REVOLUCIÓN MEXICANA, UN RENOVADOR GRITO DE ESPERANZA
Por: Claudia Heredia González
Hace más de un siglo, México se sumió en el rugido ensordecedor de la Revolución, un cataclismo social que no fue sólo el clamor de unos cuantos, sino el grito de millones de hombres y mujeres cuyas vidas estaban tejidas con hilos de dolor, hambre y sueños rotos.
La Revolución Mexicana no nació de la nada, ni de una sola chispa: su génesis fue una larga agonía, un proceso acumulativo de injusticia y desigualdad que se había ido incubando por siglos, bajo el peso de una elite que, en su ostentación, arrastraba a la nación entera hacia el abismo de la miseria.
En aquellos años de principios del siglo XX, México era un país donde la opulencia de unos pocos se alzaba sobre las ruinas de la mayoría. Mientras los grandes terratenientes y la clase política disfrutaban de lujos infinitos, millones de campesinos sobrevivían en condiciones infrahumanas.
El campo mexicano, ese vasto territorio lleno de historia, de tradiciones y de lucha, era explotado hasta sus últimos resquicios. Las tierras, que una vez fueron el corazón de los pueblos originarios, habían caído en manos de un puñado de poderosos que las utilizaban como un bien personal, despojando a los campesinos de todo derecho, incluso del derecho a su propio sustento.
Eran tiempos de férreo control, donde la dictadura de Porfirio Díaz se alzaba como una torre de marfil, una estructura implacable que impuso la paz mediante el silenciar de las voces disidentes. Pero esa paz era ficticia, como lo es siempre la calma que se edifica sobre las ruinas de la libertad. Los hombres y mujeres de los campos no querían más órdenes ni sumisión; ansiaban justicia, equidad, y la simple posibilidad de vivir con dignidad.
Así comenzó la lucha, como una chispa que se esparcía en las tierras secas de las haciendas, como un viento fresco que soplaba en la cara de un pueblo que había aprendido a sufrir.
La Revolución Mexicana, entonces, fue el resultado de siglos de acumulación de agravios: de la falta de tierra, de la explotación sin piedad, del despojo de las culturas ancestrales, del hambre en las entrañas de los pueblos, del abuso de poder, y de la desmesura de la riqueza concentrada en manos de unos pocos. Fue, en el fondo, un levantamiento de los olvidados, de los invisibles, de aquellos cuyos rostros nunca salían en las páginas de la historia, pero que fueron los verdaderos artífices del cambio.
La lucha armada fue violenta, cruda, teñida de sangre. Las huellas de esa guerra son un fiel recordatorio de que la libertad no es gratuita, que se conquista con sacrificio y dolor. Los zapatistas en el sur, los villistas en el norte, los caudillos y los soldados, fueron todos piezas de un rompecabezas complicado, donde los ideales, las traiciones, las alianzas y las luchas internas tejieron una historia que no siempre fue coherente, pero que sí fue revolucionaria.
El Zapatismo, con su lema de “Tierra y libertad”, aún resuena como un eco profundo en las montañas de Morelos, mientras que las huestes de Villa, con su arrolladora personalidad, dejaron su impronta en la historia popular del país. El levantamiento de los campesinos, la clase más oprimida, y de los trabajadores que se unieron a su causa, cambió el curso de la historia.
La Revolución dejó un legado que, aunque incompleto, marcó el comienzo de una nueva era para la política mexicana: la Reforma Agraria, los derechos laborales, la educación pública, la creación de un Estado más consciente de las necesidades del pueblo.
Sin embargo, desde nuestra perspectiva actual, es imposible no hacer una reflexión crítica sobre los logros de aquella gesta histórica. La Revolución Mexicana, en su lucha por la justicia social, dejó claro que el poder no es fácil de arrebatar, y mucho menos de distribuir equitativamente.
Aunque la Revolución logró algunas reformas, la profunda inequidad que la originó no ha sido completamente erradicada. Los campesinos que lucharon por la tierra a menudo se han encontrado con promesas rotas y una concentración de riqueza que persiste, aunque con nuevas formas.
La democracia, nacida entre las balas y las trincheras, no alcanzó a cumplir del todo con el ideal de justicia social que impulsó a los revolucionarios. Hoy, México sigue siendo un país de contrastes, donde la pobreza extrema y las llagas de la desigualdad siguen siendo una realidad cotidiana. En cada rincón del país, se escuchan los ecos de la Revolución, pero también se siente el peso de lo que falta por hacer.
La lucha por la tierra y la libertad continúa, aunque ahora se libra en otros frentes: la educación, la salud, los derechos humanos, y una economía que, a pesar de las promesas de cambio, sigue estando profundamente desigual.
La Revolución Mexicana fue un canto de esperanza, pero también un recordatorio de que la libertad, el bienestar y la justicia son conceptos que deben ser conquistados y defendidos constantemente. Las generaciones que la vivieron, y las que vinieron después, pagaron un alto precio por la semilla de cambio que plantaron. Pero, como toda semilla, su verdadero florecimiento está aún por llegar.
Hoy, al recordar aquella lucha de antaño, es imposible no mirar el futuro con una mezcla de respeto y crítica. La Revolución no terminó en 1917, ni en 1920, ni en 1930. La Revolución sigue viva, porque sigue siendo una lucha diaria por la justicia.
La Cuarta Transformación, con el Presidente Andrés Manuel López Obrador y ahora con la nueva Presidenta Claudia Sheinbaum han abrazado con fervor esos postulados humanistas de la Revolución Mexicana para que se cumplan a cabalidad y no dejemos de soñar por un México más justo.
* Claudia Heredia, es Directora General de la Revista ¡Vive! y CEO de Tribuna Noreste de México. Ha sido activista por más de 18 años. Abogada, Ex Catedrática universitaria de la UANL, Escritora, y Columnista en varios diarios del país. Ex Candidata a Diputada Federal por la II Circunscripción Nacional.
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